Su subsistencia
En su vida esencial Dios es una comunión. Esta es quizás la revelación suprema de Dios que nos ofrecen las Escrituras: que la vida de Dios es, eternamente y dentro de sí mismo, una comunión de “tres personas iguales” y a la vez perfectamente distinguibles entre sí: “el Padre, el Hijo, y el Espíritu”, y que en su relación con su creación moral Dios es estaba extendiendo esa comunión que esencialmente es propia de sí mismo. Quizás se pueda inferir esto de la orden divina que expresa la voluntad deliberada de crear al hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, que fue expresión de la voluntad de Dios, no solamente de revelarse como comunión, sino también de abrir esa vida de comunión a las criaturas morales que hizo a su imagen, y a las que dotó para que la disfrutaran. Si bien es cierto que por el pecado el hombre perdió su capacidad de gozar de esa comunión santa, también es cierto que Dios quiso que fuera posible devolvérsela. En efecto, se ha observado que probablemente fue ese el supremo fin de la redención, la revelación de Dios en tres Personas actuando en aras de nuestra restauración: con amor electivo que nos reclamaba, con amor redentor que nos emancipaba, y con amor regenerador que nos recreaba para la comunión con él. (* TRINIDAD )
Su paternidad
Como Dios es persona puede tener relaciones personales, la más cercana y tierna de las cuales es la de Padre. Es la designación más común que empleaba Cristo para Dios, y en teología se la reserva especialmente para la primera persona de la Trinidad. En las Escrituras hay cuatro tipos de relaciones en las cuales se aplica a Dios el término Padre.
Está la paternidad creadora. La relación fundamental entre Dios y el hombre que creó a su propia imagen encuentra su más completa y adecuada ilustración en la relación natural que comprende el don de la vida. Al llamar a su pueblo a la fidelidad a Dios y la consideración del prójimo, Malaquías pregunta “¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” (Mal. 2.10). Isaías, cuando pide a Dios que no abandone a su pueblo, exclama: “Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste” (Is. 64.8). Pero es más particularmente en lo que hace a la naturaleza espiritual del hombre que se afirma esta relación. En He. se llama a Dios “Padre de los espíritus” (12.9, y en Nm. “Dios de los espíritus de toda carne (16.22). Cuando Pablo predicó desde el monte de Marte, utilizó este argumento para hacer comprender la irracionalidad del hombre racional cuando adora ídolos de madera y piedra, y cita al poeta Arato (“Porque linaje suyo somos”) para indicar que el hombre es criatura de Dios. Por lo tanto el hombre como criatura es la contrapartida de la paternidad general de Dios. Sin el Padre Creador no habría raza ni familia humana.
Está la paternidad teocrática, que es la relación entre Dios y el pueblo de su pacto, Israel. Como esta es más bien una relación colectiva y no personal, Israel como pueblo del pacto era la criatura de Dios, y se la intimó a reconocer y responder a esa relación filial: “Si, pues, yo soy Padre, ¿dónde esta mi honra?” (Mal. 1.6). Pero como la relación del pacto era redentora en su significado espiritual, podemos considerarla como anticipación de la revelación neotestamentaria de la paternidad divina.
Luego está la paternidad generativa, que pertenece exclusivamente a la segunda persona de la Trinidad, designada como Hijo de Dios e Hijo único. Por lo tanto es única, y no se aplica a ninguna otra criatura. Mientras estuvo en la tierra Cristo habló con la mayor frecuencia de esta relación, que era peculiarmente suya. Dios era su Padre por generación eterna, lo que expresa una relación esencial e intemporal, que trasciende nuestra comprensión. Es significativo que Jesús, cuando enseñaba a los Doce, nunca empleó la expresión “nuestro Padre” como algo común a él y a sus discípulos. En el mensaje de la resurrección por medio de María indicó dos relaciones diferentes: “Mi Padre, y… vuestro Padre” (Jn. 20.17), pero ambas partes de la afirmación están relacionadas de tal manera que una se convierte en el fundamento de la otra. Su condición de Hijo, aunque en un nivel totalmente único, constituía la base para la condición filial de sus discípulos.
También tenemos la paternidad adoptiva, que es la relación redentora que pertenece a todos los creyentes, y en el contexto de la redención se la considera en dos aspectos, en el de su relación en Cristo, y en el de la obra regeneradora del Espíritu Santo en ellos. Esta relación con Dios es básica para todos los creyentes, como les recuerda Pablo a los cristianos de Galacia: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gá. 3.26). En esta unión viva con Cristo, se los adopta en la familia de Dios, y se convierten en objeto de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que les otorga la naturaleza de hijos: uno es el aspecto objetivo, el otro el subjetivo. Debido a su nueva condición (justificación) y relación (adopción) con Dios Padre en Cristo, llegan a ser coherederos de la naturaleza divina, y nacen en el seno de la familia de Dios. Juan lo aclaró perfectamente en el capítulo inicial de su evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad (autoridad) de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Jn. 1.13). Y así reciben todos los privilegios que corresponden a esa relación filial. La secuencia natural es, por lo tanto: “Y si hijos, también herederos” (Ro. 8.17).
La enseñanza de Cristo sobre la paternidad de Dios claramente restringe la relación al pueblo creyente. En ningún caso vemos que considere que esta relación exista entre Dios y los que no creen. No sólo no nos da ningún indicio de una paternidad redentora de Dios para con todos los hombres, sino que les dice elocuentemente a los judíos que lo criticaban: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Jn. 8.44).
Si bien es en esta relación de Padre que el NT nos muestra los aspectos más tiernos del carácter de Dios, su amor, su fidelidad, y su cuidado, también nos muestra nuestra responsabilidad de manifestar a Dios la reverencia, la confianza, y la obediencia amorosa que los hijos deben manifestar hacia sus padres. Cristo nos enseñó a orar no solamente a “nuestro Padre” sino a “Padre nuestro que estás en los cielos”, inculcándonos de esta manera reverencia y humildad.
TRINIDAD
La palabra “trinidad” no aparece en la Biblia, y aunque la usó Tertuliano en la última década del ss. II, formalmente no encontró su lugar en la teología de la iglesia hasta el ss. IV. Sin embargo, es la doctrina distintiva de la fe cristiana que abarca todo lo demás. Ella hace tres afirmaciones: que no hay sino un solo Dios, que cada una de las tres personas, Padre, Hijo, y Espíritu, es Dios, y que tanto el Padre, como el Hijo y el Espíritu son personas claramente diferenciadas. En esta forma se ha convertido en la fe de la iglesia desde que recibió su primera formulación plena por Tertuliano, Atanasio y Agustín.
I. Derivación
Si bien no es una doctrina bíblica en el sentido de que no se puede encontrar formulación de ella en la Biblia, se puede ver que ella subyace a la revelación de Dios, implícita en el AT y explícita en el NT. Con esto queremos decir que, si bien no podemos hablar confiadamente de la revelación de la Trinidad en el AT, no obstante una vez que la sustancia de la doctrina ha sido revelada en el NT, podemos volver hacia atrás y comprobar la existencia de muchas implicancias de ella en el AT.
En el Antiguo Testamento
Se puede entender que en épocas cuando la religión revelada tenía que hacerse valer en un entorno de idolatría pagana, nada que pudiese poner en peligro la unidad de Dios podía darse libremente. El primer imperativo, por consiguiente, consistía en declarar la existencia del único Dios, vivo y verdadero, y a esta tarea se dedica principalmente el AT. Pero ya en las primeras páginas del AT se nos enseña a atribuir la existencia y la persistencia de todas las cosas a una fuente tripartita. Hay pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu aparecen juntos, como, por ejemplo, en el relato de la creación donde Elohim aparece creando por medio de su Palabra y su Espíritu (Gn. 1.2–3). Se piensa que Gn. 1.26 apunta en la misma dirección, porque allí se afirma que Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza”, seguido por la afirmación de su cumplimiento: “Y creó Dios al hombre a su imagen”, caso notable de intercambio del plural y el singular, lo cual sugiere pluralidad en la unidad.
Hay muchos otros pasajes donde Dios, su Palabra y su Espíritu aparecen juntos como “co-causas de efectos”. En Is. 63.8–10 vemos que son tres los que hablan, el Dios del pacto con Israel (v. 8), el ángel de la presencia (v. 9), y el Espíritu “enojado” por su rebelión (v. 10). Tanto la actividad creadora de Dios como su gobierno se asocian, posteriormente, con la Palabra personificada como “Sabiduría” (Pr. 8.22; Job 28.23–27), como también con el Espíritu como dispensador de todas las bendiciones, y fuente de la fuerza física, el valor, la cultura y el gobierno (Ex. 31.3; Nm. 11.25; Jue. 3.10).
La triple fuente revelada en la creación se hace más evidente aun a medida que se desenvuelve la redención. En una etapa antigua encontramos los notables fenómenos relacionados con el ángel de Yahvéh, que recibe y acepta honores divinos (Gn. 16.2–13; 22.11–16). No en todos los pasajes del AT donde aparece esta designación se refiere a un ser divino, porque está claro que en pasajes tales como 2 S. 24.16; 2 R. 19.35, se hace referencia a un ángel creado investido de autoridad divina para la ejecución de una misión especial. En otros pasajes el ángel de Yahvéh no sólo lleva el nombre divino, sino que tiene dignidad y poder divinos, dispensa liberación divina, y acepta homenaje y adoración propios únicamente de Dios. En resumen, al Mesías se le atribuye deidad, aun cuando se lo considera como persona diferenciada de Dios mismo (Is. 7.14; 9.6).
El Espíritu de Dios recibe prominencia también en relación con la revelación y la redención, y se le asigna su función en la dotación del Mesías para su obra (Is. 11.2; 42.1; 61.1), y en la de su pueblo para responder con fe y obediencia (Jl. 2.28; Is. 32.15; Ez. 36.26–27). Así, el Dios que se reveló a sí mismo objetivamente por medio del Ángel mensajero se reveló a sí mismo subjetivamente en y por el Espíritu, dispensador de todas las bendiciones y dones en la esfera de la redención. La triple bendición aarónica (Nm. 6.24) también debe tenerse en cuenta quizá como prototipo de la bendición apostólica neotestamentaria.
En los evangelios
A modo de contraste debemos recordar que el AT fue escrito antes de que se hubiese dado a conocer con claridad la revelación de la doctrina de la Trinidad, y el NT después de ella. En el NT la encontramos particularmente en la encarnación de Dios Hijo, y en el derramamiento del Espíritu Santo. Pero por tenue que sea la luz en la antigua dispensación, el Padre, el Hijo y el Espíritu del NT son los mismos que los del AT.
Puede decirse, no obstante, que como preparación para el advenimiento de Cristo, el Espíritu Santo se hizo presente en la conciencia de hombres temerosos de Dios en medida desconocida desde el cierre del ministerio profético de Malaquías. Juan el Bautista, más especialmente, tuvo conciencia de la presencia y el llamado del Espíritu, y es posible que su predicación tuviese referencia trinitaria. Llamaba al arrepentimiento para con Dios, a la fe en el Mesías venidero, y hablaba de un bautismo del Espíritu Santo, del cual su bautismo con agua era símbolo (Mt. 3.11).
Las épocas especiales de revelación trinitaria fueron las siguientes.
(i) La anunciación. La participación de la Trinidad en la encarnación le fue revelada a María en el anuncio angelical de que el Espíritu Santo vendría sobre ella, el poder del Altísimo le haría sombra y el niño que había de nacer de ella sería llamado Hijo de Dios (Lc. 1.35). De esta manera se dio a conocer que el Padre y el Espíritu participarían en la encarnación del Hijo.
(ii) El bautismo de Cristo. En el bautismo de Cristo en el Jordán se pueden distinguir las tres Personas, el Hijo que es bautizado, el Padre que habla desde el cielo en reconocimiento de su Hijo, y el Espíritu que desciende en el símbolo objetivo de la paloma. Jesús, habiendo recibido así el testimonio del Padre y del Espíritu, recibió autoridad para bautizar con el Espíritu Santo. Juan el Bautista parece haber reconocido muy pronto que el Espiritu Santo vendría del Mesías, y no simplemente con él. La tercera Persona era por lo tanto el Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo.
(iii)La enseñanza de Jesús. La enseñanza de Jesús es trinitaria en su totalidad. Habla del Padre que lo había enviado, de sí mismo como el que revela al Padre, y del Espíritu como aquel por el cual él y el Padre obran. Las interrelaciones entre Padre, Hijo y Espíritu se hacen resaltar en todas partes (véase Jn. 14.7, 9–10). Declaró enfáticamente: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador (Abogado), para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad” (Jn. 14.16–26). Se hace por lo tanto una distinción entre las tres Personas, y también una identificación. El Padre que es Dios envió al Hijo, y el Hijo que es Dios envió al Espíritu, que también es Dios. Esta es la base de la creencia cristiana en la “doble procesión” del Espíritu. En sus disputas con los judíos Cristo insistió en que su carácter de Hijo no provenía simplemente de David, sino de una fuente que lo convertía en Señor de David, y que ya lo era cuando David pronunció las palabras (Mt. 22.43). Esto indicaría tanto su deidad como su preexistencia.
(iv)La comisión del Señor resucitado. En la comisión dada por Cristo antes de su ascensión, con instrucciones a los discípulos sobre ir por todo el mundo con su mensaje, hizo referencia concreta al bautismo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Es significativo que el nombre sea uno, pero que dentro de los límites de ese único nombre haya tres Personas claramente diferenciadas. La Trinidad como tri-unidad no podría expresarse de modo más claro
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